La creencia generalizada en una naturaleza social totalmente resiliente de la familia[1] ha dejado de ser objetivamente válida aún cuando persiste de forma idealizada en la cultura cotidiana y también en la cultura gubernamental. Dicha creencia ha sido identificada como el factor que inhibe la consideración de la familia como un ámbito que requiera de apoyo o protección por parte de las políticas públicas. Es un a priori que perdura y que dota a la familia de capacidades casi-mágicas para resistir, por su naturaleza misma, las transformaciones culturales, sociales o económicas del país así como también sus altos y bajos. Es probable que parte de los graves problemas que enfrenta esta naturaleza ‘resiliente’ de la familia sean, por el contrario, manifestación del estrés que ha acompañado sus adaptaciones a la vida moderna. Es un estrés que probablemente se asocie también al agotamiento de los propios recursos de la cultura familiar para dar cuenta de rápidos cambios de sus entornos inmediatos (laborales y educacionales) y de los macro-entornos de una globalización cuyos efectos han penetrado libremente en todos los aspectos de la vida.
[1] Cecilia Pérez señala este tema en paper “Pobreza, familia y relaciones de género: lecciones a partir de la experiencia”, 22/11/2007, Cepal, resumen, archivo PDF.
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